¿Con qué se puede llenar una página vacía?
Mi (probablemente) imperceptible ausencia se debió a asuntos laborales. En mi profesión, los días que corren siempre vienen acompañados de una dosis descomunal de estrés, pues hay que revisar un sinfín de material que no depende de nosotros como profesores, sino de la responsabilidad de alumnos que esperan hasta estos infortunados momentos para realizar entregas, y, si a esto le agregamos la situación mundial en que nos encontramos, que además ha azotado a mi país con mucha fuerza y claustrofobia, tenemos una suerte de trabajo a ciegas que nos sume en un estado de alerta constante y tics oculares.
Pero ya basta del trabajo.
Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Con qué se puede llenar una hoja vacía?
Las respuestas son múltiples, y en mi caso, podría escoger entre varias opciones, aunque mi realidad es muy distinta a la de otras personas, que se plantan ante el procesador de textos o la hoja de papel deseando sacar todo fuera, esperando que el resultado sea una obra maestra con la capacidad de cambiar el curso de una o múltiples vidas que no logran materializar. Y esto constituye el principal error al momento de plantarse ante la acusativa soledad que significa el oficio de escribir.
¿Qué recomiendo yo para evitar este salvaje temor?
Si bien mi consejo no será significativo para todo aquel que lea esta pieza, a más de alguno podrá ayudarle mi método, que consiste en escribir respecto del mismo hecho de no saber qué escribir.
Sí, parece una locura, un acto metafísico que a ojos externos no parece otra cosa que un ticket válido por una camisa de fuerza gratuita, mas, no se puede estar más equivocado.
¿Qué es lo que tememos realmente cuando enfrentamos la página en blanco?
Le tememos a no ser capaces de llenarla, a no contar con la habilidad o la disposición para poner en movimiento los engranajes de nuestra cabeza, y qué mejor remedio para engrasar los mecanismos que escribir sobre esta misma frustración.
El segundo consejo, o segundo paso para que este método sea efectivo, es el no detenerse. ¿A qué me refiero? No seas duro contigo mismo, no te detengas a mirar lo poco y nada que llevas, porque, si detienes esta suerte de verborrea, te darás cuenta que, la mayoría de las veces, el resultado no es más que eso: una verdadera excrecencia verbal. Sin embargo, cuando llevas a cabo el segundo paso y continuas la labor, dejando fluir tus pensamientos, tarde o temprano la verborrea se encausará, se metabolizará, buscando crear un producto coherente con todas esas palabras.
En este punto, es importante que sigas sin tener demasiada conciencia sobre el resultado; aún continuamos con el paso dos: no te detengas para leer, sigue escribiendo, hasta que sientas que empiezas a hablar de aquello que querías, ese tópico que te encargaron tocar, o aquel sentimiento que querías encausar y exteriorizar.
Llegados a este punto, ya debieses contar con dos o tres párrafos de longitud variable y lo que viene te sentará muy bien: no releas aún lo escrito, solo sepárate de la hoja (o pantalla) lo suficiente para dimensionar la extensión de tu pieza. Te darás cuenta de que, contrario a lo que esperabas, has vencido; la página ya no está vacía, y ahora, con más confianza, y una mente encarrilada, podrás poner manos a la obra, dejar salir todo cuanto querías, llevando las riendas o el volante de tu mente (como tú quieras llamarlo) con más seguridad y tino.
Enfrentar la página vacía es todo un desafío, y lo veo cada día (o lo veía en la vida de trabajo normal) cuando un alumno no puede comenzar una composición, no importa cuál sea el tema o su naturaleza. Y es que, como ya han dicho varios escritores a lo largo de la historia, y como ya dije casi al comienzo, el trabajo del escritor es solitario. Implica encontrarse de cara con uno mismo y la necesidad de comunicar, configurando una contradicción con la cual el común de las personas no se suele enfrentar, pero que, si somos capaces de dominar, habremos ganado un aliado poderosísimo que nos acompañará por siempre: jamás nos sabremos solos, pues siempre contaremos con un compañero de pláticas inagotable y mucho más sagaz de lo que podríamos imaginar: nosotros mismos.
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